Por Rafael Bautista S.  
El  conflicto de Potosí expone a un Estado que se debate entre el modelo  que adopta y el horizonte que promete. En esta ambivalencia se tropieza  un Estado cuya dirección va perdiendo perspectiva y, en consecuencia,  proyecto propio. ¿Por qué empiezan a acumularse contradicciones que se  creían superadas? ¿Estaban realmente superadas, o era sólo una ilusión  exitista del triunfo de diciembre? El gobierno había obtenido los dos  tercios necesarios para constituir un nuevo Estado y darle a este  proceso, no sólo continuidad, sino profundidad; el proceso de cambio  parecía no sólo asegurado sino consolidado. 
Pero en las elecciones de  gobernadores y alcaldes algo empezó a hacer aguas; Caranavi y la marcha  indígena de la CIDOB mostraron que las aguas podían  desbordarse y después, con Potosí, el desborde ya parece la amenaza  constante. La inminencia del conflicto potosino podía haberse advertido y  solucionado con un poco de lucidez histórica, pero lo que emana de  ámbitos gubernamentales carece de aquello; si en tan poco tiempo no se  aprende de los errores incurridos en Caranavi o con la CIDOB, es menos  probable que haya siquiera perspicacia para atender demandas que tienen  larga data.   
Si  el gobierno optó por un repliegue patológico, no es asunto de  caracterología, sino discapacidad para transitar hacia un nuevo  horizonte. Cuando el Estado pretende recomponerse según sus necesidades  institucionales, hay que preguntarse si estas necesidades responden a  las necesidades nacionales. Bolivia nunca consolidó Estado. Porque el  modelo de Estado que persiguió fue siempre ajeno a su propia realidad.  Ese Estado es llamado colonial porque nunca tuvo contenido nacional. Si  la nación está al margen, el Estado no se consolida, porque la forma de  su consolidación consiste en la anulación de su propia nación. Por eso  el derecho que produce no congrega sino excluye. La misma exclusión es  el eje de su composición estructural. Su sobrevivencia depende  de la  anulación constante que hace de su propia nación. Hasta el 52, eso  constituye el carácter señorialista del Estado: la nación, los indios,  aunque tributarios, no son nunca considerados pertenecientes. Después  del 52, la inclusión tiene un precio: renunciar a lo que se es.   
Lo  campesino no es una mera denominación sino renunciar a lo que se es  para ser tan ajeno como el modelo impuesto: el farmer. La reforma  agraria produce la propiedad privada de la tierra; es decir, impone los  valores moderno-burgueses. Abrazar estos valores significa renunciar a  los valores propios: el campesino que accede a la ciudadanía aprende a  negar a su comunidad. La nación se subsumía en un proyecto estatal que  se imponía desde afuera: ser como lo estipula otro tiene su precio. El  minifundio significó en definitiva la fragmentación de la comunidad, su  destrucción. La sociedad moderna constituye un individuo sin comunidad.  Las consecuencias son aciagas: el interés particular se excusa de todo  interés común; para salir de la pobreza hay que  trasladarla a  los demás. La riqueza no se queda en el campo, la misma relación  instrumental con la tierra empieza a destruirla, todos aspiran a vivir  en la ciudad, a blanquear su condición. El ingreso en sociedad no es  gratuito, cuesta la existencia; por eso se desprecia al campo y al indio  que se trae dentro. El racismo es la carta de ciudadanía que naturaliza  una condición colonial: se aspira a lo que no somos y se desprecia lo  que somos.   
Porque  la sociedad está estructurada de modo racista, que se muestra en el  desprecio que escupe el poder ante los subalternos. La clasificación  social es previamente clasificación racial. Las instituciones modernas  poseen este tipo de estructuración; por eso la composición social es  colonial. También la estatal. La naturalización de la dominación  estructura al Estado mismo. Por eso no es raro que, ante los conflictos  actuales, la razón de Estado saque de sus baúles evocaciones señoriales:  “no dialogo bajo presión”. El antecedente inmediato fue el conflicto  con la marcha indígena. El Estado no baja de su estrado. El pueblo debe  acudir como acudía el vasallo ante el rey. La soberbia exige humildad,  porque ella misma no sabe serlo. La cuestión de la  marcha era simple: ¿Cómo puede haber Estado plurinacional sin contenido  plurinacional?   
¿Puede  el Estado, desde sí mismo, dotarse de ese contenido? La razón de Estado  sólo sabe administrar lo homogéneo. Lo que hace a la forma estatal es  la dominación; por eso su discurso es siempre nostálgico, evocando un  paraíso perdido, donde no había diferencias ni contradicciones. De ese  modo se estructura la lógica estatal moderno-colonial; por eso sus  evocaciones son pura abstracciones, lo es su concepto de nación, de  ciudadano, de sociedad, de futuro, etc. Hasta sus indicadores son  abstractos, como el PIB (el mismo Stiglitz señala que los instrumentos  de crecimiento sólo compensan a los gobiernos que aumentan la producción  material y no el bienestar, el PIB no permite comparar adecuadamente el  bienestar en los diferentes países). En última  instancia,  las referencias de un Estado colonial no son, ni su pueblo, ni las  naciones que lo componen. Su modernización consiste en esto: en la  renuncia a dotarse de un contenido propio.  
¿Qué  contradicción manifiesta el conflicto de Potosí? Este conflicto aparece  en el marco de la promulgación de las llamadas leyes fundamentales del  nuevo Estado, además del episodio cívico en torno a la remoción del  alcalde potosino. El MAS había obtenido la mayor votación en Potosí,  tanto para presidente como para gobernador (aunque en la alcaldía pierde  inobjetablemente). Desde el gobierno la cosa parecía clara y ya lo  venía sugiriendo el vicepresidente, con sus continuas alusiones a  jacobinos y bolcheviques: la razón de Estado debía prevalecer ahora que  se tenía hegemonía asegurada. Craso error. Porque el nuevo Estado no  aparece por decreto, más aun si se trata de la descomposición del viejo y  la constitución del nuevo. El paso del Estado  colonial al Estado plurinacional no es automático y ni siquiera es el  producto de nuevas leyes. Un Estado verdadero es la efectivización y la  realización de la eticidad que nos presupone; es decir, la forma de vida  que nos sostiene y da sentido a lo que, en definitiva, somos; tomar  conciencia de lo que somos, para deducir de ello las normativas  político-jurídicas que expresen, hagan posible y desarrollen nuestro  modo de existir. A eso hemos llamado el “vivir bien”.  
Que  prevalezca la razón de Estado quiere decir: ante las contradicciones,  el Estado mismo se presenta como la resolución de todas ellas; es decir,  ya no resuelve las contradicciones, sino las anula. Por eso la  violencia no es la negación del Estado de derecho moderno sino su  fundamento; el Estado, por medio de la ley, naturaliza su violencia. Por  ello se entiende la actitud soberbia y prepotente de algunos ministros;  no se trata de una observación del carácter sino del modo como se  recompone, bajo nuevas banderas, la razón de Estado. Entonces no hay  descolonización, es decir, descomposición del Estado colonial; porque si  el Estado (moderno-colonial) tiene un modo de recomponerse, es  expropiando el ámbito de las decisiones, y esto es lo menos  descolonizador  que  pueda haber. Tal vez por eso, el ministerio de autonomías aparece como  un super ministerio y la descolonización estatal queda recluido a un  oscuro viceministerio dependiente de un ministerio de cultura que hace  gala de una desubicación total dentro de un Estado plurinacional (si hay  un auténtico valor agregado nacional es el artístico, pero no existe  una sola política de Estado que asegure y promueva lo que podría  generar, no sólo ingresos, sino difusión cultural, para expandir la  producción nacional).   
La  razón de Estado tiene sus propias prerrogativas y ellas conculcan lo  que su autonomía no considera imprescindible. De este modo, encontramos  que, una nueva reposición estatal, concibe un modelo que se adecúe a sus  propias necesidades institucionales. Allí aparece el modelo autonómico.  Y aparece también la contradicción: ¿es el Estado autonómico el Estado  plurinacional? ¿Uno se deduce del otro? Las concesiones que se dieron a  la derecha, cuando se abre la constitución de Oruro, resulta que no  fueron tales; porque el sector negociador del gobierno tenía como perfil  un modelo de Estado bastante similar a lo que imaginaba la derecha.  Tenía que establecerse un suelo común de discusión y eso lo generó el  modelo autonómico; porque, claro, del  plurinacional  se sabía bien poco. Los enunciados generaron sólo simpatías; no  generaron horizonte político. Quienes debían haber estado incluidos en  la negociación no lo estaban; así que la constitución quedaba diluida  por la ausencia del sujeto constituyente. Por eso el gobierno no se  identifica con la marcha de la CIDOB; porque había arrinconado lo  plurinacional a mero apéndice retórico del nuevo discurso estatal.   
Pero  este discurso (el autonómico) no es tan nuevo; su modelo obligado es el  español. Por eso, en realidad, no se trata de un nuevo modelo de  Estado, sino de la performativización del Estado moderno-liberal; lo  que, en nuestro caso significa, el Estado señorial o, más precisamente,  el Estado colonial (y su continua paradoja: para ser libre adopta el  modelo de su antiguo patrón). Si el Estado es el que pretende recomponer  a la nación toda, entonces precisa de un modelo a seguir (el  autonómico). Ya no se pregunta por el contenido que debe adoptar sino  del modelo que debe imponer (su referencia ya no es su propia realidad  sino el modelo que copia). Se recompone su lógica: él es el sujeto, el  pueblo es el objeto. La lógica de dominación vuelve a anidar en  nuevos  actores; la reposición señorial despierta su condición naturalizada.  Por eso decíamos, no se trata de carácter sino de la estructura propia  del Estado colonial; la soberbia y la arrogancia no son episodios  morales de algún ministro sino constituyen el modo de composición de la  forma estatal (los ministros son la mera personificación de esta  composición; a esto hay que agregar: si es el entorno el que encapsula  al primer mandatario es, en definitiva, éste, quien consiente aquello).  No se dialoga pero se esgrime el diálogo de modo hasta conmovedor. Y  ambos lados proponen algo que desconocen por completo. Porque la razón  estatal no se afinca sólo en el Estado sino en la sociedad que le  corresponde.  
Veamos  más de cerca el conflicto. En primer lugar, si las demandas de Potosí  son centenarias, como son todas las demandas nacionales, ¿por qué cobran  ahora matices tan dramáticos? El robo chileno de las aguas del Silala  nunca generó semejante movilización (curiosamente ausente en las  principales demandas actuales) y, como sucedió con Caranavi, el sólo  anuncio de crear una planta de cemento –entre Oruro y Potosí– activa una  movilización que logra despertar toda la frustración que, no sólo  guarda Potosí, sino el país entero. El afán de riqueza parece desunir  más que unir. Si en la pobreza se puede ser digno, parece que la sola  posibilidad de la riqueza genera ambiciones que despiertan entuertos. La  ilusión aparece no para generar esperanza sino  para  originar hostilidad. Si la ruina de Potosí es lo que dejó la colonia,  la historia toda de Bolivia es el testimonio de la ruina que deja la  división internacional del trabajo. Las posiciones encontradas expresan  una cultura política centenaria. Los cívicos lo expresan muy bien; pues,  no en vano, son asiduos personajes en conflictos dramáticos (en Santa  Cruz, Sucre, Cochabamba, etc.). Pareciera que necesitan del conflicto  para legitimar su presencia porque, de lo contrario, es decir, sin  conflicto, no tienen presencia alguna. Y a ello se suma, de modo  comedido, la derecha más extremista (y también la izquierda); no sin  cierto grado de despecho y resentimiento contra el actual gobierno, lo  que atiza aun más los conflictos. Algo que los medios saben usar a su  antojo. Por eso el diálogo es lo menos posible en medio de todo aquello.    
Porque  si el Estado colonial adolece de una vocación dialógica, también la  sociedad reproduce este padecimiento. Lo cual genera una cultura: el  boliviano cuando calla no otorga; se guarda todo hasta que estalla. Si  nos hemos acostumbrado a gritar, es porque no hemos aprendido a  dialogar. ¿Qué significa dialogar? No se puede dialogar sin escuchar.  Siglos de impotencia no sosiegan con el tiempo. Por eso no se puede sólo  escuchar lo que le conviene a uno; la grandeza, hay veces, consiste en  escuchar precisamente lo que no nos conviene. La impotencia no tiene  mejor terapia que el ser escuchada. Si bien puede ser cierto que muchos  de los reclamos al gobierno eran inmerecidos, la actitud de los  ministros tampoco era merecedora de aplauso. Si a cada reproche  respondo con  otro, entonces no hay diálogo, el diálogo se hace con argumentos;  estos, más que demostrar, testimonian. Por eso en el diálogo (cuando es  verdadero) se expone la persona toda. Por eso la comunicación no es  simple comunicación sino expresión y, sobre todo, revelación. Pero si  los actores no se disponen al diálogo, hay este otro aditamento que  impide su realización: los medios de comunicación.  
Ya  es paradójica la situación actual: en la era de las comunicaciones,  ésta es cada vez menos posible (como lo mostramos en nuestro más  reciente libro: “La Masacre no será Transmitida: el papel de los medios  en la masacre de Pando”); pero la paradoja no es accidental, sino que  retrata a un nuevo poder que, descomponiendo las relaciones humanas, es  como se recompone constantemente como poder. En los conflictos últimos  y, sobre todo, en el de Potosí, esto ha quedado evidenciado de modo  hasta grosero. Porque la capacidad, ya no sólo de manipulación, sino  hasta de inflamación notoria de los conflictos, hace de los medios el  peor escenario de encuentro. Los medios producen el desencuentro entre  las partes porque estas, desgraciadamente, acuden a estos, de  modo  inevitable, como mediadores, siendo los peores.   
Como  nunca, los medios han venido destacando, de modo hasta insistente, los  vicios gubernamentales, que permea además a todas las gestiones pasadas;  antes no era conveniente mostrarlas, ahora sí (un ejemplo reciente: el  anterior candidato a gobernador por La Paz es sentenciado  mediáticamente, pero el ex presidente Paz Zamora no; los dos conducían  en estado de ebriedad pero, claro, el primero es indio, el segundo no,  con el agravante de que el último causa un fatal accidente). La  insistencia tiene un propósito específico: la descalificación total de  este gobierno. Los conflictos sirven de combustible para dirigir la  opinión pública hacia la maldición total. Esto produce un desajuste  moral, porque se trata de la invención de un monstruo y, lo que es peor,  para  vencer a este monstruo, los medios constituyen a su público en otro  engendro. Por eso le inyectan a la protesta matices hasta insensatos  (como en Santa Cruz o en Sucre). Ahora lo que realizan es más siniestro,  pues usan la frustración como detonante de una explosión social. Potosí  se bloqueó a sí misma. En semejante castigo propinado a sí mismo, es  natural que la desesperación se haga más impotente. Este es el suelo que  explica una adherencia casi absoluta. Hurgar en las fibras más íntimas,  como lo que pasó en Sucre con la Asamblea Constituyente, además de una  autoflagelación, eran el caldo propicio para suscitar lo que los medios  buscan: la confrontación total.   
El  gobierno tampoco aprende. El 2002, el golpe a Chávez fue mediático, y  desde el 2006, la asonada mediática en Bolivia no desiste de provocar  escenarios adversos al gobierno. Frente a todo esto, ¿tiene el gobierno  política comunicacional? No. Cree que sus spots le bastan; cuando estos  no hacen más que alimentar a sus enemigos (como el pastor que, por  cuidar su rebaño, sacrifica cada día una oveja a los lobos). Con todo el  dinero que el gobierno coloca, en propaganda mediática, ya habría  generado nuevas emisoras (radio y TV) alternativas, para hacerle frente  al monopolio mediático privado. Para colmo, todo lo que hace bien lo  hace para que nadie lo vea (sumado a esto la desidia de una prensa en  franca aversión, pareciera que el gobierno no hace nada).  Por  eso, en Potosí, la pregunta favorita de los medios, incluido Erbol,  era: ¿ahora qué opina de Evo? (porque la cosa era clara: a los medios no  les interesa tanto el desprestigio de sus ministros sino del presidente  mismo, este conflicto les sirvió para eso; con el aditamento siguiente:  el propio presidente, por falta de iniciativa, se propina otra derrota,  pues pierde un importante electorado, el potosino). El no tener  política comunicacional conduce a actuar de modo defensivo, lo que hacen  Bolivia TV y Patria Nueva, actuando más como voceros que como  informadores. Si no hay estrategia comunicacional, todo se diluye en  responder a lo que el otro dice y, como este sólo calumnia, entonces,  ¿qué se puede esperar de la prensa estatal? El periodismo (con cada vez  menos excepciones) es otro lastre del proceso; por eso sus favores son  hasta desaires. No en vano sus figuras se la pasan rememorando epopeyas  pasadas, porque del presente no saben decir  nada.  
Por  eso los programas de análisis son huérfanos de reflexión. Porque este  ámbito ha sido raptado por los periodistas, que creen que su contacto  empírico con los hechos les faculta a opinar sobre todo. Aun las  ciencias de la comunicación no se enteran del giro pragmático en las  ciencias sociales; por eso hasta se eximen, arrogantes, de pronunciarse  sobre la verdad de los hechos. Si el relativismo posmoderno (cuya  caducidad ya tiene dos décadas) sobrevive todavía, es por la ignara  formación de la prensa actual. El caso de “no mentiras”, de la red PAT,  es patético; donde la mentira y la calumnia tienen consagrados todos sus  absurdos. La estructura de estos programas (como en Panamericana) tiene  un afán premeditado; para eso existe el monitoreo y las  interrogantes fabricadas. Lo triste es cómo se cae en ese guión hasta  por default. Las preguntas sólo buscan corroborar lo que ya está  establecido: la posición del medio que, después de haberlo hecho  circular entre los entrevistados, aparece como un hecho descubierto.  Tales preguntas no preguntan sino afirman y hacen del elogio previo el  campo para engatusar a alguien que certifique lo anticipado. Por eso se  pasa de un tema a otro sin nunca ofrecer la verificación de algo. Para  eso sirve la elegancia y los modales, para ocultar el cinismo. Es como  llevar a un cristiano al circo romano. Allí sólo hay descuartizamiento  público. Es decir, los únicos canales que encuentra este gobierno para  dirigirse al país (porque el canal o la radio estatal están en otra o no  están), son aquellos donde menos posibilidad hay para la mediación.  Porque lo que hacen los medios es precisamente mediar; pero esa  mediación no media nada sino interviene la  mediación misma anulándola.  
Pero,  además de acciones premeditadas, se trata también de posicionamientos  hasta emotivos, que hacen de la información un rosario de entuertos con  una casi inexistente imparcialidad (como la corresponsal de radio Aclo,  quien actuaba como portavoz del comité cívico potosinista, más que como  periodista). Es preocupante cómo toda una red nacional, como Erbol,  puede generar descreimiento por el actuar de una corresponsal (mientras  por otros medios se conocía la llegada de nuevos ministros a Sucre a  pedido de la dirigencia cívica de Potosí, la corresponsal, cubriendo la  retirada de esta dirigencia de la ciudad de Sucre, obviaba toda  referencia a la llegada de ministros y su dedicación exclusiva consistía  en la repetida afirmación de que los cívicos de  Potosí  se iban porque nadie les había dicho si llegaban los ministros, cuando  hasta en conferencia de prensa quedaba asegurada la presencia de estos  en Sucre; parecía que el propósito no era informar sino hacer de la  retirada espectáculo). Este tipo de incidentes se explican por el  antecedente de Sucre. La prensa misma toma partido en el conflicto, no  le queda otra; las redes corporativas abrazan casi todo cuando las  fibras íntimas han sido tocadas. En Sucre fueron los medios los  atizadores del conflicto, como también en Santa Cruz. Si estos se  encuentran en medio de todo, entonces los conflictos seguirán un cúmulo  de hogueras, cada vez más incendiarias.   
La  posibilidad misma de la comunicación se encuentra sitiada por la  presencia mediática. ¿Por qué los analistas pintan un panorama sombrío  del país? Porque su información proviene de los medios que los  contratan. Su labor consiste en certificar la garantía del producto que  los medios venden: la opinión. El público ya no opina, los medios  realizan esa función y así controlan la interpretación de los hechos  políticos. Por eso pueden hasta generar desestabilización. Por eso,  mientras el dirigente cívico de Potosí anunciaba la conclusión  satisfactoria de las mesas de negociación con el gobierno, ningún canal,  salvo el estatal, emitía aquello. Parecía que la resolución del  conflicto sólo era de interés del gobierno.  
Si  el conflicto es contra el gobierno, los medios se brindan como la mejor  plataforma, de lo contrario, no existe el hecho (como aquel otro  percance de Aerosur en el aeropuerto de El Alto, la semana pasada, que a  nadie le interesó; ¿será que no hubo sangre?, ¿o será que no les  conviene hacer mala propaganda a uno de sus clientes?). El conflicto de  Potosí interesaba a los medios porque era un conflicto contra el  gobierno. Por eso resulta curiosa la participación del cívico de Potosí  frente al cívico de Oruro, en el programa de “no mentiras”. Mientras el  último señalaba la no disposición a ceder algo de los límites  departamentales  orureños, el primero, curiosamente conciliador, apaciguaba todo,  señalando que  el conflicto no era con Oruro; cuando hasta el más ingenuo se daba  cuenta que el asunto de límites no podía no conflictuar la relación con  el vecino departamento. La pregunta obvia era: si el problema no era con  Oruro, que era el inmediato afectado, ¿con quién era entonces? La  respuesta también era obvia: el conflicto era contra el gobierno.   
Y  aquí es donde el gobierno se aplaza por doble partida. Primero, por no  saber impedir que el conflicto crezca. Segundo, por coadyuvar a su  inflamación; acusando al movimiento potosino de político, lo inflamó  (aunque lo hubiese sido, la condena no ayudada a la solución de  conflicto). Como en Caranavi, la solución no era tan inadmisible, ahora  ambos departamentos tendrán una planta de cemento; y el asunto de  límites es algo que necesariamente deberán consensuar entre partes. Allí  también el gobierno pierde, porque de poder haber sido mediador, ahora,  en lo sucesivo, aparece como estorbo en ese tipo de asuntos. No hay, al  parecer, una cultura de la mediación, porque hasta el “defensor del  pueblo” juega un papel hasta ornamental en todo esto; esperando  obtener algún permiso (no se sabe de quién) para mediar, cuando es la  instancia que debería tomar la iniciativa en este tipo de conflictos.   
Volviendo  al asunto de fondo. El sector intelectual del gobierno parece que  persigue un proyecto propio: el Estado autonómico. A éste pretende  subsumir el Estado plurinacional. Por eso la lógica estatal no sufre  transformación alguna. Lo que persiguen es una simple reforma estatal.  Se abre, lo que llamaba Zavaleta, otro ciclo estatal, del mismo Estado  que se quería transformar; la reposición del Estado señorial. Otra vez  al margen de las naciones y, en consecuencia, al margen de un proyecto  verdaderamente nacional. Repartir funciones no es democratizar el poder.  Si la autonomía privilegia los ámbitos municipales y las gobernaciones,  entonces estamos en la continuación del modelo neoliberal de  “participación popular”. Si el miedo consiste en la  desagregación, ¿por qué aparece una nueva concentración de las  funciones en los ámbitos donde precisamente anidaron las tendencias  separatistas, como fueron las prefecturas, ahora gobernaciones? El  gobierno cree que cooptándolas asegura la unidad, cuando no se da cuenta  que la propia lógica en la cual se desenvuelven ahora, posibilita  nuevas concentraciones de poder (por eso la ley electoral no transforma  nada sustancial).   
El  presidente constantemente afirma que somos ahora independientes porque  ya no nos sometemos a los organismos internacionales, cuando tampoco se  da cuenta que las lógicas institucionales de dependencia permanecen  inalterables todavía. Un país no es nunca independiente del todo; es  independiente en la medida en que toma conciencia del grado de  dependencia que tiene. En la medida en que es consciente de los móviles  de su dependencia real, es que puede superarlas paulatinamente. La  inconsciencia genera ceguera de horizonte; y es algo que empieza a  aparecer en los estrategas gubernamentales. Hay que aprender de Irán,  que está dando muestras de sabiduría diplomática al mundo (sería  interesante tomar nota de algo: entre los estrategas y asesores de  Ahmadinejad  se  encuentran ayatolas y ulemas; no sería nada malo contar, en nuestro  país, con amautas y chamanes, para paliar por lo menos la insulsa  presencia de vetustos izquierdistas en funciones de asesoramiento).   
Este  proceso no descansa en proyectos imaginados por una izquierda  eurocéntrica, carente de identidad. Lo novedoso de este proceso es su  carácter propio, que emana como alternativa ante la desintegración  civilizatoria del mundo moderno-occidental, que está llevando al planeta  todo al suicidio colectivo. El último informe de la ONU ya establece  que el 1% rico del planeta posee el 40% de la riqueza global. En eso  consistía la globalización: en expandir el mercado total a costa de la  humanidad y del planeta. Por eso el brazo armado de esta expansión, la  administración gringa, juega sus últimas cartas, todas peligrosas, ante  la inminencia de sus fracturas geopolíticas y geoeconómicas. La  generación de conflictos regionales son parte de su agenda  latinoamericana. Por eso no podía no haber conflictos en esta segunda  gestión; si las voces de federalismo ahora cunden donde no debiera, algo  sucede que precisa un conjunto de estrategias gubernamentales que no  consisten en la descalificación apresurada de toda protesta, sino en la  prevención de éstas.  
Porque  puede cundir la insensatez, como aquello de ondear la bandera chilena  en Potosí (cuando la protesta degenera minando hasta la integridad  nacional, se precisa de serenidad mediadora; en la cual deberíamos  participar todos –al margen de los medios–; porque la ventaja que tiene  los insensatos es que, si se efectúa lo que desean, no habrá nadie con  vida para demostrarles su error). Los problemas que aparecen no aparecen  porque son de ahora; aparecen porque nunca fueron resueltos, porque  fueron siempre encubiertos. Incluso, que aparezcan a luz pública, los  excesos del poder es bueno, para así generar la conciencia de acabar con  ese conjunto de prácticas que heredamos como cultura política. Estamos  en proceso. Nadie nos dijo que todo iba a cambiar de  modo  inmediato. Es más, debíamos comprender que, cuantas más grandes son las  ambiciones, mayores iban a ser los desafíos.   
Ahora,  por vez primera, aparece la posibilidad de un proyecto de nación que no  niegue el contendido plurinacional y comunitario que nos sostiene como  historia. Nuestra proyección del sentido de vida común es singular, pero  su contenido es plural. Porque la estructura de la vida es así. Lo  común no es lo homogéneo. Lo igual genera repetición, no unidad; la  unidad es algo que se produce y lo produce lo que no es igual: no se es  diverso en contra de lo común; se es diverso porque sólo lo que diverge  converge. El Estado moderno liberal es la negación de esto; por eso se  constituye por homogeneización y pretende unificar al todo en una falsa  homologación: Estado=nación. La nación no es algo dado, no es un modelo  prescrito que se deba de seguir. La nación  es un  proyecto político. El grado de concurrencia determina el grado de  legitimidad que posea ese proyecto.   
El  Estado colonial tiende siempre a la legitimidad nula; por eso se ampara  en los poderes foráneos y en el capital foráneo; por eso tramita sus  funciones como simples administrativas. Un verdadero Estado no sólo  gestiona; si un Estado independiente es esencialmente político, lo es  porque lo que expresa, contiene y desarrolla es la forma de vida que le  sostiene. Y si los sectores dirigenciales son quienes no se encuentran a  la altura de este proceso, no por ello fracasan los propósitos  originales. También el pueblo debe aprender a caminar el proceso que ha  iniciado. No se trata de asaltar el poder sino de transformarlo. Quienes  desean asaltarlo son quienes replican sus vicios porque tienen, en  definitiva, una pretensión de dominio; por eso no conciben otro  proyecto que modernizarnos, porque una vez instaurados en el poder lo  que buscan es imponerse y dominar.   
Transformar  el poder significa transformar la política; hacer de ésta un servicio  comunitario: mandar obedeciendo, servir como modelo de vida. La marcha  de la CIDOB nos llamó la atención. Los pueblos de tierras bajas nos  están enseñando el camino. Será porque la conciencia moderna no empañó  del todo su horizonte de vida. Si cocaleros y campesinos estaban  dispuestos a enfrentarse a la CIDOB, con la venia de algunos personeros  gubernamentales, ello nos motiva a dirigir ahora la crítica a estos  sectores. El tufo de diciembre sigue con sus estertores; la resaca no es  sólo de un senador del MAS, es de varios personeros gubernamentales que  no tienen idea de qué es lo que está en juego, y despotrican contra  algo que no achuntan, porque más parecen los  delirios de  quien sufre todavía los efectos de su propia infatuación.  
La Paz, Bolivia, 15 de agosto de 2010 
Rafael Bautista S.
Autor de “PENSAR BOLIVIA: DEL ESTADO COLONIAL AL ESTADO PLURINACIONAL”
rincón ediciones
rafaelcorso@yahoo.com
Rafael Bautista S.
Autor de “PENSAR BOLIVIA: DEL ESTADO COLONIAL AL ESTADO PLURINACIONAL”
rincón ediciones
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